Dialogar: Escuchar y Reaccionar

Hablar no es solo enunciar ideas. Es también lanzarlas al otro, con la esperanza de que algo rebote. Pero a veces no rebota nada. Existen, al menos, dos formas de escuchar: la pasiva y la reactiva. La primera se deja atravesar sin interpelar. La segunda fricciona, resiste, piensa. Pero el silencio puede habitar en ambas. Y no todo silencio es igual.

El oyente pasivo no debate. No porque haya comprendido, sino porque ha cedido. Cede por indiferencia —porque lo que le dices no le toca— o por miedo —porque algo en tu autoridad, o en su inseguridad, le impide objetar. Aceptar sin pensar no es un acto de humildad. Es una forma de fuga. La pasividad puede parecer respeto, pero muchas veces es solo evasión.

El expositor ingenuo se siente escuchado cuando no lo interrumpen. Confunde ausencia de conflicto con validación. No sabe que hay oyentes que callan, no por atención, sino por desinterés. Frente a estos, el oyente reactivo parece más incómodo, pero también más vivo. Reacciona, discute, contraargumenta. No para imponerse, sino porque se ha tomado en serio lo que le dijiste.

Pensar no es solo asentir. Pensar es frenar, incomodar, reordenar. El que reacciona no necesariamente busca tener razón. Busca que lo que dices tenga razón. Razón de ser.

Pero no toda reactividad es lúcida. Hay quien reacciona desde la herida, el prejuicio, el dogma. Reacciones que son reflejos: respuestas triviales, emocionales, egóticas. No te responde a ti: responde a su propia agenda. Se vuelve ruido, no resonancia. Y sin embargo, el gesto más inquietante no es la pasividad ni el dogmatismo. Es la ausencia de reacción en quien solía reaccionar.

Ese silencio no es respeto. No es escucha. Es juicio. Cuando alguien que antes debatía contigo calla, no siempre significa que ha cambiado de opinión. Puede significar que ha dejado de creer que lo que dices importa.

No hay rechazo más hondo que el del que deja de discutir contigo. Porque el debate implica vínculo. Implica que aún hay algo por salvar. Pero el silencio del desencanto ya no pelea. Ya no espera. Ese silencio no es pasividad: es sentencia.

Y, sin embargo, ese es el silencio más difícil de detectar. Porque no se impone, no interrumpe, no señala. Solo se instala. Como una ausencia demasiado densa. Como un eco que no vuelve. Toda exposición tiene algo de súplica: que alguien se tome en serio lo que estamos diciendo.

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